Las voces de Adriana by Elvira Navarro

Las voces de Adriana by Elvira Navarro

autor:Elvira Navarro
La lengua: spa
Format: epub
editor: Penguin Random House Grupo Editorial España
publicado: 2022-11-16T06:34:37+00:00


Su abuela empezó a demenciarse a los noventa y dos años como consecuencia de una arritmia por la que tuvo que ser ingresada en el hospital. Allí perdió la cabeza. No estaba en el hospital, decía, sino en el patio de la casa en plena noche porque un hijo le había cerrado la puerta y no la dejaba entrar. La habían abandonado en el patio, gritaba. Era imposible que entendiese que estaba en una cama. Cuando le dieron el alta, recuperó la cordura, pero solo en parte. De repente se le había olvidado cocinar, era un peligro que se hiciera un huevo frito, y en la madrugada tenía miedo de morir o de que entraran a llevársela. Oía voces; Adriana a veces especulaba con que quizás eran las mismas voces que la habían asaltado a ella. Llegaron unas cuantas cuidadoras a las que consideró intrusas que venían a robarle, especialmente en la noche, cuando el pájaro del miedo se posaba sobre ella. Las insultaba, no las dejaba comer. Ninguna aguantaba. Las hubo que se despidieron al cabo de dos o tres días. ¿Quién puede manejar a una mujer chiflada?

La metieron en una residencia de monjas. Allí terminó de enloquecer. Creía que las otras ancianas eran vecinas del pueblo y los pasillos de la residencia las calles. La obsesionaban dos niños que, según aseguraba, la esperaban en el campo. Debía ir a acostarles. Compartía habitación con la Niña Pepi, una vieja sorda, muda, retrasada y paralítica a la que las monjas habían recogido con siete años. Llevaba setenta en esa residencia, sin decir nada, con la boca abierta, con un extraño aspecto de desnutrida, de niña vieja de una guerra. Su abuela veía literalmente a una niña, sin duda influida por la forma en que todo el mundo llamaba a esa mujer, Niña Pepi. La palabra «niña» condicionaba su percepción. «¡Qué niña tan bonita!», le decía junto a su cama.

En sus visitas, Adriana la acompañaba al comedor. Se sentaban frente a una señora que también tenía la cabeza ida pero que soltaba cosas extrañamente cuerdas. Mientras su abuela hablaba de los muertos como si estuvieran vivos —«Tenemos que ir a ca l’Antonia», decía, «Ahora viene mi marido», «Ayer estuve en El Mirto con mi hermano Casimiro»—, la anciana que compartía la mesa con ella le respondía en voz muy alta y solemne, como un eco: «No sé si tengo padre, madre, abuelos, hermanos. No me acuerdo de nada. Estoy hueca». Aquellas palabras eran clarividentes. Su abuela todavía no estaba hueca: la habitaban los fantasmas del pasado, seguía hecha de trozos de los suyos. Si sus recuerdos se hubieran borrado, ¿en qué se habría convertido?

A Adriana, su nieta predilecta, dejó de reconocerla, pero no del todo: sabía que se trataba de alguien de la familia. Eso le bastaba. Era intercambiable por cualquiera de sus semillas. A Adriana le parecía ver una verdad ahí: que antes que individuos, somos lugares donde confluye todo lo que nos precede.

Cuando su abuela ingresó en la residencia, la casa se puso en venta.



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